martes, 8 de noviembre de 2016

* Eugenia Castro y Juan Manuel de Rosas: la compañera secreta

Eugenia Castro y Juan Manuel de Rosas: la compañera secreta
Ella era apenas una adolescente, frágil y bella, que cuidó a Encarnación Ezcurra, la mujer del Restaurador, hasta que murió. Con los años, junto a su "fiel servidora", Rosas mantuvo una relación afectuosa pero algo distante, que fue un secreto a voces

 Fue una relación amorosa asimétrica. Eugenia tenía 14 o 15 años y era huérfana de padre y madre cuando empezaron sus amores con Rosas. Morocha, bonita, grácil, con cierto aire de abandono y la timidez de quien no se siente dueño de nada y vive temeroso de incomodar. Rosas, rubio y apuesto, de noble linaje, 45 años, viudo y con dos hijos mayores, Juan y Manuela, ejercía el cargo de gobernador de la provincia de Buenos Aires y era, virtualmente, el dictador de la Confederación Argentina.
¿Qué podían tener en común la joven huérfana y este hombre poderoso?
El padre de Eugenia, el coronel Juan Gregorio Castro, un militar como tantos, había dejado a sus hijos encomendados al gobernador. Así, como tutor y pupila, se conocieron al principio Rosas y Eugenia.

La huérfana, como se acostumbraba entonces, fue colocada por su tutor en lo de una familia conocida, donde hasta los sirvientes la maltrataban. La niña se quejó y Rosas optó por llevarla a su casa, para que cuidara a su esposa, Encarnación Ezcurra, en su última enfermedad. Ella se desempeñó con ternura y eficacia, y la moribunda se lo agradeció. Eugenia pensaba quizá que en ese gran caserón de la calle del Restaurador su presencia pasaría inadvertida. No fue así. Su incipiente belleza sedujo a uno de los miembros de ese numeroso clan (tíos, primos, sirvientes, antiguos esclavos y agregados).

Eugenia dio a luz una hija, bautizada Mercedes, cuya paternidad se atribuyó a un sobrino de la difunta señora. Después, en la medida en que nacían otros hijos, Angela (1840), Ermilio (1842), Nicanora (1844), y más tarde Joaquín y Justina, para los habitantes de esa casa no hubo misterio: Rosas había convertido en su amante a esa niña, apenas una adolescente.

Ese amor, que duró desde 1839 hasta la batalla de Caseros en 1852, se mantuvo oculto. Fue un secreto entre muchos, es decir, conocido por la familia, los servidores y el círculo íntimo del gobernador. Así como Encarnación había sido la única mujer en la vida de Rosas en los años en que se hizo rico y alcanzó la suma del poder, Eugenia fue la compañera secreta de los años en que éste disfrutó del poder, cuando la quinta de Palermo se convirtió en un lugar casi legendario.

Allí, la pareja y sus hijos pasaban la mayor parte del año. Rosas, que había tenido como compañera legítima a una mujer muy politizada, de perfil alto y personalidad fuerte, no quiso repetir la experiencia. Desconfiado al extremo, no ignoraba que tenía enemigos por doquier. No desconocía tampoco que la mayoría de los que lo rodeaban eran vulgares pedigüeños que lo halagaban para obtener favores.
En Eugenia, en cambio, él encontraba un remanso de paz. La quería, en la medida en que su narcisismo se lo permitía, es decir, dando lo menos posible, como un patrón generoso más que como un amante entregado a su amor.




Foto: Ilustración de Huadi
Ella lo idolatraba, sorprendida tal vez al ver que el hombre más respetado, temido, querido y odiado de la Confederación durmiera noche tras noche con ella y fuera el padre de sus hijos. No recibía a cambio más que unos pesos mensuales, además de la vestimenta y la comida. Nada les faltaba a Eugenia y a sus hijos. Nada les sobraba tampoco.
Ella, desinteresada, ingenua, ignorante de las artimañas de la política, jamás pensó en asegurarse el futuro como suelen hacerlo las queridas de los gobernantes. El, convencido de la grandeza de su linaje, no imaginó siquiera que podía reconocer a sus hijos naturales y asegurar el bienestar de Eugenia.

Hacia 1840, Rosas se había vuelto sedentario. Trabajaba intensamente, auxiliado por varios escribientes para atender su correspondencia diaria. Su larga jornada terminaba al amanecer y después comenzaba el reinado de Eugenia.
Ella estaba presente en las comidas de familia, de pie, trinchando las carnes, repartiendo los platos, riñendo a los niños. A veces, para prevenir un atentado, probaba la comida del gobernador.
Siempre le preparaba la yerba y le cebaba el mate. Signo de confianza suprema, en esos tiempos de sangre y de degüellos, la joven concubina era la única autorizada para afeitarlo.

Palermo era un paraíso para los hijos naturales de Rosas. Estudiaban lo menos posible, se divertían con sus travesuras, y si se mostraban muy confianzudos, recibían castigos ligeros pero humillantes.
Cada uno recibió un sobrenombre. Rosas bautizó "manduca" a Mercedes, porque la habían pillado "manducando" dulce a escondidas; Angela era "el soldadito" porque se disfrazaba de militar para jugar con su padre; Ermilio, "el coronel", por las mismas razones; el apodo de Nicanora, "la gallega", recordaba a los humildes inmigrantes hispanos de aquella época.
"Lleven a esa gallega salvaje unitaria a que le den 500 azotes", ordenaba Rosas, y la pena se cumplía, en un simulacro, realizado sobre unos "paraventos" o cartones, que dejaba a la niñita llorosa y calmada...

Por su parte, Rosas llamaba "la cautiva" a Eugenia, en alusión al enclaustramiento en que se desarrollaba la vida de la joven dentro de sus habitaciones privadas y a sus contadas apariciones en público. Los enemigos de Rosas que estaban al tanto de estas relaciones preferían denominarla la
"sultana de Palermo", título a todas luces exagerado dado el modesto papel que ella desempeñaba. El escritor José Mármol, fervoroso antirrosista, denunciaba:
"El, Rosas, hace de su barragana la primera amiga y compañera de su hija; él la hace testigo de sus orgías escandalosas..." Más allá de esto, los unitarios y demás opositores contaban con información bastante precisa. Sabían, por ejemplo, que año por medio nacía en la quinta un "palermito" al que Manuela Rosas, la hija legítima del gobernador, acariciaba y obsequiaba como a un hermano...

Esa intimidad amable concluyó abruptamente con la batalla de Caseros (1852). Ese día, recordaba Nicanora en su ancianidad, el gobernador fue al campo de batalla acompañado por Angela, "el soldadito", y Ermilio, "el coronel", vestidos de militares. Antes del desenlace, los mandó de regreso, a juntarse con los otros niños en la casa de Ezcurra.
Luego, en vísperas de partir al exilio en un buque de guerra inglés, Rosas le ofreció a Eugenia llevarla a Gran Bretaña junto a dos de sus hijos, sus preferidos, Angela y Ermilio. Ella no aceptó. Tenía 32 años y se encontraba nuevamente embarazada.
Entonces, empezó el calvario de Eugenia y aquella relación asimétrica mencionada al principio se reveló en toda su magnitud.
En los días turbulentos que siguieron a la caída de Rosas, la joven se comportó con lealtad, hizo los mandados que le encargó el ex dictador y se empeñó en sacar algunos objetos de Palermo; entre ellos, su recado favorito.
Adrián, su séptimo hijo y el postrero de estos amores, nació pocos meses más tarde en la estancia de una familia amiga y es probable que ella tuviera que darlo, debido a que no estaba en condiciones de atenderlo bien.

Rosas vivió 25 años más en el exilio, como un señor rural, de ingresos medios, pero sin fortuna. Esto fue consecuencia de que el gobierno de Buenos Aires le aplicó el mismo castigo que él había utilizado contra sus opositores: la confiscación de bienes, de estancias en particular. Por tal razón, cuando Eugenia le escribía pidiéndole alguna ayuda o recordando el compromiso asumido de mandarle una mensualidad para atender las necesidades de sus siete hijos menores, Rosas dejaba pasar años sin contestar. Luego de un largo y significativo silencio, le escribía para quejarse de su estado de pobreza, de las injusticias que estaba padeciendo y de la "maldita ingratitud" de Eugenia. De este modo, la hacía responsable de la decisión de quedarse. En apariencia, él había vivido esa decisión como un abandono más. Para colmo, en la carta se acordaba de otra muchacha que le había gustado cuando todos vivían en Palermo, Juanita Sosa, "la edecanita" del alegre círculo de amigas de su hija Manuela. La Sosa, esbelta y de grandes ojos negros, era la más seductora de esas damas cuya tarea política consistía en distraer y agradar a los huéspedes importantes de la quinta.

Entretanto, Eugenia se las arreglaba como podía. Se había reencontrado con la orfandad, la pobreza y el abandono, agravados por el rechazo que sufría casi a diario por parte de los encumbrados amigos y parientes de su amante.
Para colmo de males, entraron en litigio la casita y los terrenos que había heredado de su padre en el barrio de la Concepción.

Esta carta de 1859, que constituye un documento inédito, así lo revela:

"Mi querido Padre y Señor. (Con) cuanto gusto tomo la pluma para saludarlo y saber de su importante salud y al mismo tiempo contestar su carta fecha 5 de junio de 1855, que no ha sido por falta de voluntad sino que (he) estado no sé si media falta con el pleito que todavía estoy pleiteando y sin poderse acabar. Señor, verme que me echaban de la casa y que tendría que salir a rodar con mis hijos y yo le confieso la verdad que no acostumbrada a lidiar con esta gente de cabildo que es la gente más ladrona y más pícara que hay debajo de las estrellas (...) es el motivo de haberme olvidado de usted. Aunque yo jamás me (he) olvidado ni me olvidaré de usted.
"(...) Todos los meses le estaba por escribir. Cuando me acordaba ya se había ido el paquete (correo) y lo dejaba para el otro y así se ha ido pasando de día en día que me ha dicho la señora doña Ignacia (Cáneva) que estaba bastante quejoso conmigo.
No tiene motivos pues usted no sabe las circunstancias ni los motivos ni cómo lo ha pasado uno después de su ausencia; es verdad que como yo no iba a casa de nadie, ni he incomodado a nadie, yo me he desenvuelto como he podido sin que digan nadie de las familias de usted que los (he) incomodado en nada, porque cuando he ido a casa de alguno de ellos, no por pedirles sino por saber de usted y tener el gusto de saber por qué no le había escrito, me mostraban mal modo; hasta ahora no he vuelto a casa de ninguno, excepto la casa de la señora de Ezcurra, que a ésa he incomodado y siempre soy bien recibida, que ella puede informarle de mi conducta, si me había olvidado de usted, pues prueba tiene que en todas las cartas le he mandado decir que mande buscar, si no lo quisiera no lo hubiera hecho, verá si en algo he faltado le suplico encarecidamente por la señora doña Encarnación (...) De doña Juanita Sosa no sé nada de ella, pues ella jamás me ha visto.
"(...) Reciba mil recuerdos de las muchachas que no se olvide de ellas y de mi parte le deseo mil felicidades y que no se olvide de esta pobre desgraciada (...). Sin más molestia soy de usted como siempre su humilde criada. Eugenia Castro".(*)
Por esa época, defraudada, pobre y sin esperanzas de poder reunirse con el ex dictador, Eugenia se vinculó afectivamente con otro hombre del cual habría tenido dos hijos. Rosas, por su parte, se había vuelto mujeriego.
Se disgustó con Manuelita porque ésta se casó, aunque él se lo hubiera prohibido, y se sintió más abandonado que nunca. Cada tanto recibía las cartas de Eugenia y de sus hijas, Angela, "el soldadito", y Nicanora, "la gallega".

Las historias que esas cartas narran son de trabajos humildes, pobreza, enfermedades y pérdidas dolorosas; por ejemplo, la muerte de Ermilio, en la Guerra del Paraguay. Eugenia se conchababa para cuidar enfermos en casas de los amigos de la familia Rosas. Las hijas eran lavanderas. Los varones trabajaban en el campo. Al principio, vivían en el barrio de la Concepción; luego se mudaron a los pueblos suburbanos de Lomas de Zamora y San Justo.

En las cartas de la madre y de sus hijas hay un leitmotiv: siempre le piden a Rosas un retrato suyo para tenerlo cerca, porque no lo recuerdan. Asimismo, se enviaban cada tanto unos regalitos como prueba de memoria y de afecto.
Rosas les mandó unos pañuelos. Eugenia encargó una pequeña imagen de la Virgen de las Mercedes, para que su "Padre y Señor" la pusiera en la cabecera de su cama, allá en la lejana Southampton.

Por eso, puede decirse que las cartas citadas, pese a que guardan la distancia debida entre el "patrón" y su "fiel servidora", al mismo tiempo indican un alto grado de intimidad y revelan los verdaderos lazos entre ambos. Cuando Eugenia falleció, en 1876, Rosas le escribió una larga carta de pésame a "el soldadito".

El ex dictador murió un año después, en 1877. En su testamento, redactado tiempo antes, había diversas referencias a Eugenia, entre otras, a la imagen de la Virgen de las Mercedes, que le entregaba a Manuelita, y a un dinero que recibiría la Castro en caso de que le devolvieran los bienes confiscados. Sin embargo, en su última voluntad, Rosas negaba de plano haber tenido hijos fuera de los legítimos, y de este modo impedía a los vástagos de sus amores con Eugenia acceder a una parte de su herencia. Esos amores no se inscriben, sin duda, entre las grandes pasiones de nuestra historia.

Tienen otras características no menos dignas de ser recordadas, aunque sean ajenas al romanticismo. Fueron un secreto a voces, ventilado en su momento en los tribunales de Buenos Aires (1886), cuando los hijos naturales de Rosas quisieron tardía e infructuosamente hacer valer sus derechos.

La historiografía los ignoró o los mencionó apenas, como datos marginales. Afortunadamente, han llegado a nosotros en unos pocos relatos, en un expediente judicial y en un manojo de cartas. En éstas se habla de lo que queda después del amor, de los reclamos y los reproches mezclados con los recuerdos tristes o alegres, pero entrañables, como la vida misma.

Referencias:
Juan Manuel de Rosas (Buenos Aires, 1793-Southampton, 1877).
Estadista, militar y hacendado. En 1835 un plebiscito lo consagró gobernador con facultades extraordinarias y la Suma del Poder Público.
Eugenia Castro (c. 1823/25-1876). Hija del coronel Juan Gregorio Castro. Trabajó en la mansión de Rosas y fue su amante entre 1840 y 1852.
(*) Cartas originales consultadas por gentileza de Marcela Terrero y Cristina Busquet Serra. Se incluirán en una próxima reedición de Mujeres de Rosas, un libro de la autora de este texto.

La Nación -
DOMINGO 20 DE FEBRERO DE 2005
Por María Sáenz Quesada
Escritora y Lic. en Historia

Recopilación 
Bernardo Gimelli

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