martes, 8 de noviembre de 2016

* Sarmiento: El feo más seductor de aquel tiempo

Sarmiento, el feo más seductor de aquel tiempo
Las pasiones menos difundidas de los protagonistas de los libros de historia.
Sarmiento después de la Batalla de Caseros.
La providencia no fue generosa con él en lo que a apariencia física se refiere. Siendo un genio plenamente consciente de su valer y desprovisto de modestia (la más hipócrita de las virtudes), eso le debe haber molestado un poco. Además, adoraba los uniformes militares, las charreteras, los laureles, los entorchados. No le cuadraban en realidad. Había en él algo profundamente civil, se nos antoja inadecuado ese uniforme de General que luce en las tapas de algunas ediciones del “Facundo”.

Sin embargo, a falta de atractivos físicos, poseía una fuerte personalidad, era romántico y sensual, inteligente, valiente, y ocurrente y chispeante cuando debía serlo. Además el hombre no era ningún tímido. En ocasiones, hay atributos que enamoran más que la belleza física, y las mujeres suelen ser arbitrarias y antojadizas –al fin y al cabo están en todo su derecho– al momento de otorgar sus favores. En una oportunidad nos dejó escrito algo sobre el tema: 

“Debe haber en mis miradas algo profundamente dolorido que excita la maternal solicitud femenil (…) ¿Por qué una beldad ama a un hombre feo? Porque lo ve oprimido y sale valientemente en su defensa. Una mujer es madre o amante, nunca amiga, aunque ella lo crea…”. Como buen conocedor, desconfiaba de la amistad entre hombre y mujer, y más adelante se preguntaba: “¿Por qué no he de tener para mí las mujeres de Sarmiento?...”

Siendo joven, su postura, su rostro, a quienes realmente no lo conocen les brinda la imagen de un viejo. Estando en campaña contra Rosas, antes de Caseros, se realiza un baile, Sarmiento baila una contradanza, y el General Urquiza, con quien nunca simpatizó, expresa burlonamente frente a sus oficiales: “¡Véanlo al viejo bailando!” 

Debe haber sido un hombre fogoso. 
Hay cartas de él muy impresionantes, como ésa en la que cuenta que no podía prestarle atención a Mariquita Sánchez porque el encanto de esa mujer de sesenta años le había producido una erección que no sabía cómo disimular, y agrega que estuvo a punto de violarla.  “… ¡Si no hubiera sido por la chinita que traía el mate!” le escribió a un amigo.
Además, hay otro dato curioso de su vida: cuando vuelve de Europa y rinde cuentas del dinero gastado, incluye el ítem "orgías".
Amó y llegó a ser amado por la mujer de sus sueños, pero tuvo que conformarse con mirar de lejos ese amor y resignarse a sufrir por lo que pudo haber sido. 
Pero avancemos de a poco. 

Siendo muy joven, durante su primer exilio, estando en Pocuro (Chile) hace lo propio de un joven: se divierte. “Íbamos danzando y bebiendo entre cantos que todavía resuenan gratamente al oído (…) haciendo del día noche, tan poca falta nos hacía el sol y tan poco caso hacíamos de él…” Lo cierto es que conoce a una joven de familia distinguida de Aconcagua, que según algunos historiadores se habría enamorado de él siendo su alumna. 

Esta joven era una tal María de Jesús del Canto. Fruto de aquellas aventuras juveniles nace su hija Faustina, la cual años después será recibida por la familia de él. No se hacen preguntas, y él nada refiere. Tampoco hay constancias de que los amantes hayan intercambiado correspondencia alguna. Reservado en esos asuntos, un día confesará “En mi corazón sólo yo entro”. Años después, siendo ya Presidente de la Nación encontramos a Faustina ejerciendo el cargo de maestra de escuela en San Juan. Y al final de la vida de Sarmiento, ella, como hija abnegada, ayudará a su padre a emprender el largo viaje en paz.

Nuevamente en San Juan, conoce a Clarita Cortínez, hermana de su amigo Ignacio. Domingo, como de costumbre, anda “corto de dineros”, es pobre, muy pobre, como lo fue siempre. Si alguna vez en su vida Sarmiento fue tímido, debe haber sido en esa ocasión. Jamás se decidió a declarar sus sentimientos. ¿Habrá influido tal vez el hecho que ella era hermana de un amigo? Secretos que guardan las tumbas…

Allá por 1839/40 “Domingo anda enamorado”, nos relata Manuel Gálvez en su “Vida de Sarmiento, el Hombre de Autoridad”. Sarmiento está de vuelta en San Juan. Hay una jovencita que recibe lecciones de Domingo. Ella está emparentada directamente con Fray Justo Santamaría de Oro y don José de Oro. Gente de lustre. Incluso existe un parentesco lejano con el mismo Sarmiento. Por aquellos años, en las aldeas provincianas, poco había que hurgar en la genealogía de los habitantes para encontrar parentescos insospechados.

Pero volvamos a Elenita Rodríguez, que así se llamaba la jovencita de sus desvelos. Un día, el galán se decide y solicita formalmente la mano de la niña. Pero insólitamente lo hace por escrito, confiando tal vez más a su pluma que a su palabra… La carta que envía es en verdad conmovedora, y raro en él, hace gala de una modestia que no le conocemos. “No poseo en realidad nada de lo que pueda halagar las solícitas aspiraciones de una madre, pero tengo el deseo de hacer la felicidad de ese caro objeto de su tierno interés y el mío”. 

Demasiado amable, se despide “con el temor de haber dado a la señora un mal rato…”. Doña Tránsito de Oro, la madre, si bien reconoce la valía del joven, con buen sentido desconfía de la estabilidad de la pareja, siendo como era el pretendiente, algo alborotador y eternamente enredado en conspiraciones, idas y venidas. Nadie quiere para su hija un joven que en cualquier momento puede ser fusilado. Finalmente, la joven amada, Elenita Rodríguez de Oro, acaba casándose con otro joven con menos talentos y dotes intelectuales que Domingo, eso es cierto, pero con más vocación de hogar... “y menos feo”, agrega con malicia Gálvez.

Mary Mann fue una educadora norteamericana, viuda de Mr. Horace Mann, el cual fue muy admirado por Sarmiento. Ella le llevaba varios años, y fue gran partidaria del sanjuanino. Algunos historiadores han especulado con un supuesto amor platónico de ella hacia él, pero no hay constancias de nada de eso. Igual ha ocurrido con Juana Manso.

En su viaje a Estados Unidos, conoció a una joven norteamericana, puritana, treinta años menor que él, llamada Ida Wickersham. Esta mujer era su profesora de inglés. Mantuvo un romance con ella, y cuando regresó, ya electo Presidente de la Nación, Ida quedó en Norteamérica. Posteriormente, ella le solicitaría que la hiciese venir junto a las maestras estadounidenses que mandó traer siendo Presidente, pero él, al parecer, había dado el romance por concluido.

Volviendo algunos pasos atrás, a mediados del cuarenta y cuatro, Domingo se halla nuevamente en Chile, allí conoce y frecuenta a un matrimonio desigual. Ella es una sanjuanina que se llama Benita Martínez Pastoriza, y es mucho menor que su esposo. El caballero es un chileno llamado Domingo Castro y Calvo, un hombre casi anciano y eternamente enfermo. El hecho de ser homónimos, con los años, desatará una serie de especulaciones maliciosas entre historiadores y periodistas. Pero no avancemos más de la cuenta.

Benita tiene veintidós años y Sarmiento treinta y tres. Él conserva algo de la gracia propia de la juventud, que poco a poco iría perdiendo. Si bien asomaba su calvicie, los retratos nos entregan a un hombre casi agradable con un fino bigote y patillas que se unen por debajo de la pera. El desagradable labio inferior todavía no se rebela tal como le conocemos en imágenes posteriores. Él, en una actitud de coquetería masculina, usaba una peluca para disimular la calva…
Ella lo admira y él la desea. El amor físico y espiritual entre ambos es algo que no pueden evitar. No obstante, ella tendrá tiempo de dar a luz un hijo dentro del matrimonio, que como corresponde, es reconocido por su marido…
En abril de 1845 nace Domingo Fidel Castro, (¿en quien pensaron?) que luego con los años será Domingo Fidel Castro Sarmiento.

“¿Por qué el niño se llama Domingo?”, murmuran las beatas y las no beatas. Pues porque Domingo se llama su padre…el señor Don Castro y Calvo, por supuesto… 
Por esa época a nuestro héroe le nace otro hijo dilecto…pero del espíritu. Aparece “Facundo”.
Dominguito, ¿era o no era su hijo? No hay pruebas de ello. Sin embargo todo indica… Sólo Benita y Domingo (uno sólo de ellos) lo habrán sabido. Lo cierto es que con los años ese hijo será objeto del más tierno amor por parte de Domingo Faustino Sarmiento, el cual llorará su temprana muerte (¡Curupaytí!), y nos emocionará a todos con esas últimas líneas geniales de “Vida de Dominguito”.

A poco de nacer el niño, don Castro y Calvo muere, dejando a la joven y hermosa viuda a merced de las apetencias del “amigo” de la familia, con el cual sus relaciones eran, acaso, más íntimas que lo aconsejable.

¿Cómo era Benita? Según algunos autores, “una belleza trigueña”, según otros, “feúcha”. Algunos aseguran incluso que el mismo Sarmiento, en raptos de cólera, la llamaba “la fea”. De lo que sí estamos seguro es de que era por demás celosa y obsesiva. Y de ello dará cuenta el propio Sarmiento a lo largo de los años. Contrae nupcias la pareja y él adopta a Dominguito, con lo cual éste muda su apellido de Castro a Sarmiento. Tres años tenía entonces el niño.

Ha pasado el tiempo y encontramos a Sarmiento en Buenos Aires y a su esposa e hijo en Chile. Ella enloquece de celos. Lo piensa en constante trato con mujeres, aunque en realidad él ya va para viejo, y no es precisamente un Adonis. De todas maneras, atrae. El milagro lo logra con su conversación amena, sus modales desenvueltos y ocurrentes, su gran inteligencia, y su inveterada sociabilidad.

Comienza él a frecuentar la tertulia de su amigo el doctor don Dalmacio Vélez Sársfield, el cual tenía una hija de mucho carácter que le hacía de secretaria. Aurelia era su nombre.
Pero volvamos a Benita. Debió ser difícil la convivencia con una mujer de agrio carácter y enferma de celos. En un artículo que titula “Las santas mujeres”, Sarmiento se refiere a ella, aunque sin nombrarla: “…volcán de pasión insaciable, el amor en ella era veneno corrosivo (…) ¡Dios le perdone el mal que hizo, que se hizo a sí misma, por el exceso de su amor, sus celos, su odio!”.

Benita finalmente viaja a reunirse con su esposo, y pasan algún tiempo unidos, pero el cielo siempre amenaza tormenta.
Aurelia Vélez y Domingo comienzan un idilio que durará, con altibajos, no sabemos si físicamente pero estamos seguros que espiritualmente, hasta la muerte de él.
Este hombre ha debido sufrir el tormento de ser dueño de todo y no poseer nada. Ella era mucho menor, la hija de un amigo. Él era casado, un hombre público y con una esposa que no le hacía fácil la vida.

“…He necesitado tenerme el corazón a dos manos para no ceder a sus impulsos…”, le escribe desesperado a su amada. 
Opta por tomar distancias con Aurelia, el amor de su vida. “Desde hoy soy viejo”, le dice en una carta con infinita tristeza…

Sin embargo, con idas y vueltas el idilio, acaso atormentado por las culpas, continúa. 
Estando él en Mendoza, se escriben, ella le manda cartas a través de una intermediaria. Él, ávido e insaciable, termina por pedirle que le escriba a él directamente. Ella se muestra algo celosa, y él le demanda manifestaciones más explícitas de sus sentimientos. “Tus reproches inmotivados me han consolado, sin embargo, como tú, padezco por la ausencia (…) No te olvidaré por que eres parte de mi existencia (…) Mi vida futura está basada exclusivamente sobre tu solemne promesa de amarme y pertenecerme a despecho de todo…”

En realidad fue un amor de resignados, y una pasión ahogada. Ella, valientemente, le escribía: “Te amo con todas las timideces de una niña, y con toda la pasión de que es capaz una mujer (…) Sólo tengo en mi vida una falta y es mi amor por ti…”
Un día se produce “el infierno tan temido”, estando Domingo en San Juan y Benita en Buenos Aires, la esposa engañada descubre todo.

Benita extraña no recibir cartas de él, y envía a Dominguito a averiguar. El muchacho, que tenía diecisiete años, se entera de que llegan cartas de San Juan a una viejecita que no sabía leer. La esposa continúa las investigaciones y acaba descubriendo que las cartas llegadas de San Juan son para Aurelia Vélez. El matrimonio se deshace. Domingo, contrariado por lo que él consideraba una “violación de correspondencia”, y por haberse valido ella de Dominguito, suspende el envío de dinero a su mujer.

En su libro “Secretos de alcobas presidenciales”, Cynthia Ottaviano nos cuenta que Benita Martínez Pastoriza formalizó demanda de alimentos contra su esposo del cual se hallaba separada, y la demanda prosperó.

¿Qué opinaba este interesante personaje de nuestra historia respecto de las relaciones conyugales? Tal vez una carta dirigida a un primo recién casado nos ilustre al respecto: “Parta usted desde ahora del principio de que no se amarán por siempre. Cuide usted pues cultivar el aprecio de su mujer. No abuse de los goces del amor; no traspase los límites de la decencia; no haga a su esposa perder el pudor a fuerza de prestarse a todo género de locuras.

Cada nuevo favor de la mujer es un pedazo que se arranca al amor. Yo he agotado algunos amores y he concluido por mirar con repugnancia a mujeres apreciables que no tenían a mis ojos más defectos que haberme complacido demasiado. Los amores ilegítimos tienen eso de sabroso, que siendo la mujer más independiente aguijonean nuestros deseos con la resistencia (…) cuando riñan, guárdese por Dios de insultarla. Mire que he visto cosas horribles. Si en la primera riña le dice usted “bruta”, en la segunda le dirá “infame”, y en la quinta, “puta”. Tenga usted cuidado con las riñas y tiemble usted no por su mujer, sino por la felicidad de toda su vida”.

El caso es que los amantes, sin frecuentarse, jamás se separaron. Próximo a su muerte, él le escribe desde Paraguay, viejo, sordo y enfermo, pero entusiasmado: “Venga al Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida (…) Venga, que no sabe la bella durmiente lo que se pierde de su príncipe encantado…”
Ella no alcanzó a llegar. Tal vez, de haber estado allí, hubiera satisfecho el último deseo del prócer antes de morir: “Ayúdame por favor para poder ver el amanecer”. 

Fuente: Recopilaciones Web.
Juan Edgardo Martín 
Especial para Estilo



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